La poesía visual de Silvia Flichman.
Suelo decir algo que profundamente creo: la pintura es esencialmente abstracta porque sus elementos constitutivos –línea, color y espacio- son connotativos antes que denotativos. Lo que es figurativo es el mundo que nos rodea y nosotros mismos. Es así que la pintura tiene la posibilidad de, si el artista quiere, de llegar a ser hiperrealista en base a la coordinación de esos elementos o mezclar los elementos abstractos con los figurativos o también quedar en el dominio de la abstracción. Sin embargo, en el siglo XX, junto con la afirmación de la pintura abstracta se agregó un cuarto elemento el collage, con el cual se puede lograr una nueva imagen en base a imágenes anteriores.
Recuerdo todo esto para referirme a las obras de Silvia Flichman en las cuales el espacio escenario –la superficie blanca de la tela- es privilegiado con el propósito de hacer danzar a la línea entre colores que (musicalmente diría) la acompañan. Lo curioso es que como metodología prima en sus obras el collage, pero Silvia atomiza la imagen referencial (si es que la tiene) dado que lo que le interesa es la sensorialidad de los papeles a los que apela para ir constituyendo la obra.
Las pinturas de Silvia logran así un encanto muy particular: las imágenes que nos brinda son el testimonio, muy refinado por la sensibilidad, de la vida vivida no siempre gozosa. Pero sus obras, aunque algo melancólicas, sonríen con ironía. Y lo muy propio de ella es que es un ejemplo de poesía visual, porque utiliza todos los elementos indicados de una manera esencial para abstractamente referirse a la vida como quien dijera “amor”.
Luis Felipe Noé